jueves, 6 de abril de 2023

1975: Vangelis, ¿No oyes ladrar los perros?

Contenido de esta entrada:

Introducción

La película

La banda sonora


Portada del álbum editada en Francia

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Durante su primera época como compositor, arreglista y músico de sesión colaboró con otros artistas y realizó bandas sonoras de películas y documentales. En un anterior artículo (1970: El apocalipsis de los animales) comentamos la primera colaboración de Vangelis con el realizador francés Frédéric Rossif. Esa primera colaboración fue para una serie documental sobre naturaleza titulada L'Apocalypse des animaux. En ese mismo artículo comentamos su primera banda sonora para una película: Sex Power de Henry Chapier para quien también compondría la música de su filme Amore (1974) que comentamos en el artículo 1973: Tierra de Vangelis.

En un anterior artículo (1974: Vangelis y Frédéric Rossif) repasamos los trabajos en los que colaboró con Frédéric Rossif hasta 1974 tanto documentales biográficos como sobre naturaleza. Por la parte de documentales biográficos tenemos la serie denominada "Cantique des créateurs" dedicada a artistas y  por la parte de documentales sobre naturaleza tenemos la serie Histoires d'Animaux (1973) y la serie Animaux Couleurs (1974).

En este artículo nos ocupamos de la banda sonora de la película ¿No oyes ladrar los perros? publicada en 1975 como Entends-tu les chiens aboyer? y reeditada posteriormente como Ignacio.



La película

Do You Hear the Dogs Barking? (en español: ¿No oyes ladrar los perros?, en francés: Entends-tu les chiens aboyer?) también conocida como Ignacio es una película mexicana de 1975 dirigida por François Reichenbach. Participó en el Festival de Cine de Cannes de 1975.

Interior de la carpeta del álbum

Reparto de la película:

  • Ahui Camacho como Ignacio joven
  • Aurora Clavel
  • Ana De Sade
  • Tamara Garina
  • Salvador Gómez
  • Juan Ángel Martínez
  • Gastón Melo
  • Patrick Penn
  • Salvador Sánchez como el padre de Ignacio

Cartel de la película


La película está basada en un cuento, "¿No oyes ladrar los perros?", escrito por Juan Rulfo y recogido en El Llano en llamas. El cuento cuenta la historia de un anciano que lleva a su hijo herido (criminal) en su espalda en busca de ayuda. Mientras tanto, le cuenta a su hijo cómo será su vida futura. La película se intercala entre la historia del hombre y su hijo y el posible futuro del niño como un joven indígena que busca trabajo en la Ciudad de México.

José Miguel Oviedo comentó: “No oyes ladrar los perros” es una muestra perfecta del arte del escritor mexicano. Se trata de una conmovedora parábola de amor paternal en la que vemos a un viejo cargando sobre sus hombros el cuerpo herido del hijo bandolero y tratando de salvarle la vida, mientras reniega de él por la vergüenza que le causa. La destacada concentración dramática que alcanza el texto no sólo se debe a su brevedad, sino a la forma austera de su composición; los sucesos son mínimos, pues todo se reduce a la contemplación de esa terrible imagen física de dos cuerpos entrelazados en su penosa marcha nocturna, cada uno con su propia agonía, pero con un doloroso lazo común; el del padre e hijo. 

Juan Rulfo


¿No oyes ladrar los perros? (Cuento de Juan Rulfo)

–Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

–No se ve nada.

–Ya debemos estar cerca.

–Sí, pero no se oye nada.

–Mira bien.

–No se ve nada.

–Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

–Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.

–Sí, pero no veo rastro de nada.

–Me estoy cansando.

–Bájame.

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

–¿Cómo te sientes?

–Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja.

Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

–¿Te duele mucho?

–Algo –contestaba él.

Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

–No veo ya por dónde voy –decía él.

Pero nadie le contestaba.

El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

–¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

Y el otro se quedaba callado.

Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.

–Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?

–Bájame, padre.

–¿Te sientes mal?

–Sí.

–Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.

Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.

–Te llevaré a Tonaya.

–Bájame.

Su voz se hizo quedita, apenas murmuraba:

–Quiero acostarme un rato.

–Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.

–Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

–Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ése no puede ser mi hijo.”

–Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.

–No veo nada.

–Peor para ti, Ignacio.

–Tengo sed.

–¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.

–Dame agua.

–Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.

–Tengo mucha sed y mucho sueño.

–Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.

Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.

Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

–¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos.

Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima.” ¿Pero usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.

Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.

–¿Y tú no los oías, Ignacio? –dijo–. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

El cuento narrado por el propio Juan RulfoJuan Rulfo - No oyes ladrar los perros


La banda sonora

El lanzamiento principal inicial del álbum de la banda sonora se realizó en 1975 en Francia con el título de Entends-Tu Les Chiens Aboyer? con el sello Vampir y distribuido por BASF con una carpeta desplegable. 

Portada de la edición francesa de 1975

La portada y contraportada del álbum mostraban imágenes de la película.

Contraportada del álbum de la edición francesa de 1975

En el interior de la carpeta se mostraban los créditos de la película, una foto del director y una foto de Vangelis tocando los teclados. Vangelis aparece acreditado solo como compositor.

Foto del interior de la carpeta del álbum

En cuanto a las pistas, el vinilo no muestra separaciones, solo por la necesaria de cambiar de cara, indicando "1er Partie" y "2e Partie" en cada cara respectivamente.

Etiqueta de la cara A de la edición francesa

En Francia se llegó a publicar un sencillo promocional con extractos de cada una de las partes. Es raro  encontrar una copia actualmente, pero las existentes se han vendido a un precio medio de 69 €.

Etiqueta del sencillo promocional


En Alemania fue publicado con una portada diferente con el título en inglés: Do You Hear the Dogs Barking? con Bellaphon. En ella aparece Vangelis rodeado de teclados.

Portada de la edición alemana de 1975

El álbum fue publicado también en Canadá en 1975 con la portada francesa pero carpeta simple.

En 1976 fue reeditado en Francia con una portada diferente y carpeta desplegable. En la portada se ve a Vangelis tocando otros instrumentos.


En el interior de la carpeta se aclara que la música no solo ha sido compuesta por Vangelis, sino arreglada e interpretada por él. Incluye otra foto de Vangelis rodeado de teclados.



A partir de 1977 las ediciones del álbum se hacen con el título de Ignacio y una portada diferente. En la portada aparece un pájaro con las alas desplegadas que nos recuerda el álbum  L'Apocalypse des animaux. En la contraportada aparece una imagen de Vangelis. Se publica por primera vez en España e Italia.

Contraportada de la edición francesa de 1977

Se publica en CD por primera vez en 1984. En el CD se puede escuchar la composición completa sin cortes.

A partir de 1992 se lanza remasterizado en CD con el titulo original en francés y volviendo a aparecer en la portada una imagen de la película. No hay constancia de que se haya vuelto a editar en vinilo.

Portada de la edición de 1992

Lista de canciones

A 1re Partie     20:42

B 2e Partie     17:45

Enlaces al álbum completo

VANGELIS IGNACIO

Vangelis Papathanassiou ‎• Entends tu Les Chiens Aboyer ? [1975]

Opinión personal

Me parece un desperdicio lo que ha pasado con este álbum. Tiene pasajes muy buenos. Es una verdadera joya olvidada. La cara 1 es la más sinfónica. Empieza y termina con la melodía principal. La cara 2 tiene una parte inicial más experimental, mas jazzista. El álbum termina con un toque mediterráneo que subyace en todo el álbum. 


2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Muchas gracias. Este tipo de artículos en los que combinas música, cine y narrativa son los que más me satisfacen. Saludos.

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